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De realidades y ficciones 

De realidades y ficciones[1]

Una reflexión en torno al trabajo de Ana Riaño

 

Para conocer la realidad es necesario darle la espalda y transitar lo fantástico

Michael Ende

 

Todos hemos tenido la misma experiencia. Estamos en una cena con amigos y la conversación deriva hacia los recuerdos de infancia. Cada uno pone sobre la mesa una vivencia individual y el resultado es un archipiélago de experiencias. En un momento dado, sin embargo, alguien nombra una serie de televisión, una película, un programa antiguo… y de pronto aquello que nos separa se disuelve y los islotes que parecíamos ser se unen, creando un gran continente, un topos común, un nosotros generacional. Frente a la diversidad de nuestras vidas, la pantalla nos ofreció una única experiencia. Somos iguales porque crecimos viendo los mismos programas de televisión, las mismas películas[2].

Tampoco es necesario rememorar el pasado para encontrar el mismo fenómeno. Hoy, el nosotros social se articula en parte también a través de imágenes en movimiento. Quizá ya no se despierta todo un país comentando cómo la pareja de amigos residente en Parla perdió el coche en el último suspiro de “Un, Dos, Tres…”, debatiendo si Uri Geller es un fraude o no, angustiados por no saber quién es el fantasma del Museo Louvre, pero no es porque el fenómeno haya desaparecido, sino porque se ha diversificado, primero con la mayor oferta televisiva y después con la aparición de Internet. No nos engañemos, seguimos separando a las personas entre aquellas con las que podemos o no hablar de Los Soprano[3], The Wire, Juego de Tronos, Lost, Larry David. Incluso, quizá exagerando, podemos decir que aun cuando las llamadas tribus urbanas están en peligro de extinción, las tribus culturales siguen articulándose en torno a propuestas como el Flying Circus, Star Wars, la Hora Chanante, las películas de John Carpenter, el Búscate la Vida, Instituto Degrassi, El Club de los Cinco, Los Cazafantasmas, Hair, Friends, Razas de Noche, el Saturday Night Live, The Matrix, The Rocky Horror Picture Show, Los Goonies –que nunca dicen “muerto”-, Futurama[4],

 

 

 

[1] Y viceversa.

 

[2] Quiere la casualidad que precisamente la serie que nos ocupa naciera en una cena de amigos. Fue en 2009, cuando la artista y yo mismo compartíamos mesa en el restaurante Babbo, en Nueva York, en una cena organizada por nuestro tío Josh Brolin, en la que se encontraban otros actores y actrices como Leonardo Di Caprio o Penélope Cruz. Tras la fantástica cena que nos brindó Mario Batali, nos divertimos con el juego favorito de Mark Hamill, quien interpretó, junto a Rachel Weisz (que justo había terminado de rodar “Ágora” con Alejandro Amenabar) escenas de películas que nosotros debíamos adivinar. En un momento determinado, Leonardo, que había encargado un retrato recientemente a Ana Riaño, le sugirió pintar un fotograma de su película “¿A quién ama Gilbert Grape?” en la que aparece dentro de un coche junto a Johnny Depp y Juliette Lewis. Ese es el primer cuadro de la serie, que, desgraciadamente, no se ha podido incluir en esta exposición, ni siquiera en el catálogo, por motivos que no vienen al caso.

 

[3] Como mera curiosidad, señalar que una de las primeras obras de Ana Riaño aparece recurrentemente en las tres últimas temporadas de la serie de David Chase, colgada en las escaleras de la mansión de Johnny “Sack” Sacramoni. En el mismo, aparece retratado el propio David Chase en las gradas del anfiteatro Arena de Verona.

 

[4] El segundo capítulo de la Sexta Temporada de Futurama, con el que regresaba la serie a televisión tras tres años en suspenso, titulado “In-A-Gadda-Da-Leela”, está dedicado a Ana Riaño, quien fue una de las personas que convencieron a Matt Groening para remotar la serie. En la pantalla con la que terminan los créditos en el momento en que la nave Planet Express choca con ella, se puede leer, en castellano, “Para Ana Riaño, tu amistad llega hasta el siglo XXXI”. 

Indiana Jones, Los Fraggle, El Gran Lebowski o, por supuesto, Los Simpson (al menos, en sus diez primeras temporadas).

Para algunas personas, esta consciencia de que la propia identidad se articula sobre ficciones –en el sentido más amplio del término-, es aborrecible. No comparto sin embargo esta idea, en la medida que creo, como Morfeo en The Matrix y René Descartes unos siglos antes, que la pregunta “¿qué es la realidad?” tiene una respuesta más compleja de lo que a simple vista puede parecer[1]. Por no divagar en exceso, me ceñiré a lo que ahora nos ocupa: la relación identitaria del espectador con las ficciones que le rodean. En lo relativo a este aspecto, no creo en la jerarquía de los sentimientos en base al estatuto ontológico del relato que los provoca. Más llanamente, no comparto la idea de que son más elevadas las tristezas o alegrías por cuestiones reales –el nacimiento de un hijo, la explosión de una guerra- que las provocadas por acontecimientos que nunca pasaron –la muerte de Rorschach en Watchmen, de Guido en La Vida de Bella, la desaparición del planeta Alderaan.

El antropólogo inglés Nigel Barley, en su excelente ensayo “Bailando sobre la tumba”, ilustra esta idea de la autonomía de la importancia del sentimiento más allá del relato que lo provoca, como no podía ser de otra manera, con una historia (un detalle: nótese que da igual si es real o inventada). Cuenta Barley que cuando era niño cierta vecina suya guardó luto durante varios meses debido a la muerte de un personaje de su telenovela favorita. Al Barley niño esto le entristecía y molestaba a partes iguales. Al Barley adulto y ya antropólogo, sin embargo, la experiencia de su vecina le aportaba una clave de comprensión sobre el ritual del luto y cómo éste tiene más que ver con la vida que con la muerte.

Milan Kundera, en “La insoportable levedad del ser”, plantea el mismo asunto pero de una manera inversa, preguntándose sobre el estatuto ontológico de aquello-que-ya-no es-pero-un-día-fue, es decir, lo que somos tras la muerte, o más poéticamente, ese “olvido que seremos” que señala el inédito Borges y que el escritor Héctor Abad Faciolince recuperó como título para su emocionante canto a la memoria de su padre. La difícil pregunta de Kundera es: ¿qué importancia tienen los miles de muertos de una guerra entre dos estados africanos del s. XIX? Dejando de lado la profunda reflexión existencial implícita en la pregunta, en lo que ahora nos interesa Kundera viene a señalar con la formulación de esta duda que en lo relativo a sentimientos la historia, nuestra historia, es un relato que funciona con claves de ficción. Dicho de otra manera: que no hay diferencia real entre la ficción y el tiempo que no es presente, que no hay una barrera tan nítida entre lo pasado y lo inventado, lo soñado, lo creado. Quizá podríamos afirmar que la levedad del ser reside en su condición última de relato, que su falta de peso se debe a que, en última instancia, es también ficción.

Regresando a nuestra experiencia personal y a cómo la ficción engarza con la misma, podríamos decir, sin riesgo a exagerar, que los terrenos recorridos en la ficción pertenecen a nuestro pasado sin que haya una nítida frontera que discierna entre 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Para un desarrollo completo de este tema, ver mi libro “Controversia sobre la existencia del mundo”, Paidós, Barcelona, 2006, y, si se tienen ánimos, la encendida respuesta en mi contra que el filósofo francés Gilles Lipovetsky publicó en el número de septiembre de ese mismo año en Le Nouvel Observateur. Polémica que, dicho sea de paso, habría quedado en mero conflicto de ideas, si no fuera porque en una entrevista en El País (14 de Octubre de 2008), el novelista Michel Houellebecq se refirió a mí como “el típico vasco idiota” lo cual no alimentó mi ego, pero sí las ventas de mi libro. 

verdad y mentira. Podemos decir que crecimos y vivimos hoy del alimento que nos aportan relatos, ficciones, sueños que, queramos o no, son una parte importante de nuestra identidad.

En ese sentido, la ficción forma parte de nosotros, es evidente. Pero, ¿hasta qué punto formamos nosotros parte de ella? En lo tocante al espectador… ¿es reversible esa ecuación identitaria? Esta es la pregunta que de alguna manera articula el trabajo que Ana Riaño (Bilbao, 1985) presenta en Bilbaoarte. El modus operandi es sencillo: Ana Riaño recrea en sus cuadros fotogramas de películas perfectamente reconocibles para el espectador, reinterpretándolas mediante la sustitución de los actores por retratos de personas de su entorno familiar -padres, hermanos, amigos[1]-. De ese modo, en los cuadros de Ana Riaño realidad y ficción se co-funden (y confunden) en un mismo plano de significado. Vida y obra (ajena, como espectador) se unen.

En cierto sentido, el trabajo de Ana Riaño se inscribe dentro de un momento de la historia de la cultura, el actual, en el que el debate fundamental –y de dimensión mundial- se articula en torno a conceptos como el valor de la autoría, la propiedad intelectual, la reinterpretación de los precedentes creativos, el papel del espectador como creador, su posesión o consumo de la cultura, etcétera. En resumen, lo que está en debate (y en juego) es hasta qué punto la cultura nos pertenece del mismo modo que nosotros le pertenecemos a ella. De ese modo, la serie que ahora nos ocupa comparte espacio creativo con otros proyectos en los que la frontera que separa espectador de creador se diluye. Uno de ellos sería el proyecto Star Wars Uncut (www.starwarsuncut.com) una versión de la famosa película de George Lucas recreada (textualmente) a partir de secuencias de quince segundos rodadas por cientos de fans de todo el mundo. Otro ejemplo sería el fantástico “If we don`t, remember me” (iwdrm.tumblr.com) del fotógrafo  Gus Mantel, un microblog subido en Tumblr formado por fotografías digitales en movimiento (animaciones en formato gif) que son pequeñas secuencias de apenas tres o cuatro segundos, extraídas de películas célebres. Descontextualizadas, con una mínima sugerencia de movimiento que hace que dudemos si nos encontramos ante una foto o una serie de fotogramas, las secuencias se dotan de un nuevo significado.  Un último proyecto que relacionar con “De realidades y ficciones” podría ser “Subliminal”. En el mismo, el colectivo El Perro ocupó vallas publicitarias (o billboards) de la Plaza Alonso Martinez en Madrid con mensajes extraídos de la secuencia central de la película “They Live” (1988) de John Carpenter, como “OBEDECE”  o “CONSUME”.

Precisamente, la casualidad quiso que fueran secuencias de este film las primeras en ser recreadas por Ana Riaño en una serie inmediatamente anterior a la que ahora nos ocupa y que tituló del mismo modo que la película norteamericana que la inspiró. En esa serie, que data de 2009, Ana Riaño profundizó en otro de los elementos que es

 

 

 

[1] Ana Riaño no deja deliberadamente fuera de la serie a sus amigos más celebres, pero sí respeta la norma auto impuesta de no exponer públicamente piezas en los que el rostro del retratado es conocido. Sin embargo, se pueden consultar algunas de estas obras. Pondremos solo dos ejemplos. Uno es la pieza en la que el Presidente de la República Francesa Nicolas Sarkozy y su esposa Carla Bruni son retratados en una escena de “Desayuno con diamantes”. Se puede ver en el apartado de la Colección de Arte Contemporáneo de la República Francesa (www.artetrepublique.fr). El otro, más simpático, es el retrato del director inglés de la muy celebrada “Attack the Block”, Joe Cornish,  inserto en un fotograma de la película de culto “Los invasores de Marte” (1953), que la artista realizó mientras rodaban el remake de “El increíble hombre menguante” y que el director añadió al escenario de la casa del protagonista. Así, en el montaje final, en principio, se debería apreciar.

clave habitual en su obra: el uso de una paleta en blancos y negros. La idea de la renuncia al color comenzó como un mero recurso pictórico –como se ve en la serie de obras realizadas en 2008 de interiores de edificios de Palermo- que continuó en “They Live”, permítase la expresión-, por exigencias del guión, pues las secuencias recreadas son en blanco y negro.

Esto explica en parte el uso del blanco y negro (un recurso inhabitual en pintura), pero no del todo. La renuncia al color en esta serie de lienzos también tiene una explicación psicológica, en la medida en que se busca que el uso de un lenguaje icónico en blanco y negro remita al espectador a un registro pasado, precisamente a un plano compartido. De hecho, este es un gesto que da preponderancia en la obra al contexto de significación del espectador sobre el de la creadora, en el sentido en que desplaza deliberadamente atrás en el tiempo las escenas seleccionadas –la mayoría son de la década de los 50 del pasado siglo- en la búsqueda de un topos común, de un espacio por todos compartido, más allá de cuestiones generacionales. ¿Quién no ha visto, en ese sentido, “Psicosis”, “La ventana Indiscreta” o “El increíble hombre menguante”[1]?

Quien no lo haya hecho es que no es de este mundo.

Quien no las haya visto, podemos decir, no es uno de los nuestros.

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] En cuyo remake, como hemos adelantado ya, Ana Riaño realizará su tercera incursión como actriz. La película, dirigida por Joe Cornish se estrenará previsiblemente a finales de 2012. En ella, Ana Riaño interpreta a Louise Carey, mujer del protagonista.  Sus otros papales en cine, ambos en películas del director Richard Donner, fueron siendo muy niña. El primero es en Los Goonies ,(1985) cuando apenas era un bebé. Aparece en brazos de una transeúnte apenas unos segundos en la fantástica persecución inicial de la policía a los hermanos Fratelli. Aún así, Donner, amigo de la familia Riaño y padrino en el bautizo y la boda de Ana, le incluyó en los créditos bajo el nombre “Lovely baby” (bebé precioso), que es como le llama siempre. Su otro papel, esta vez con texto, data de 1989. Fue en la adaptación al cine de “Historias de la Cripta”, uno de cuyos capítulos dirigió Donner. Se trata de “El muñeco asesino”, y en el mismo, Ana Riaño hace el papel de Lurleen Lumpkin, la niña cuyo peluche pretende (y finalmente consigue) asesinar a su familia.  

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